Esta mañana mientras preparaba un tecito, recordé aquella tarde. Una de muchas que he tenido el placer de vivir, y una que algunos incluso podrían juzgar de simple y hasta ordinaria. Pero para mí esa tarde fue especial, única. Sentada sobre el sofá, sola y en absoluto silencio. Tomaba un té de menta endulzado miel ·especial” según doña Laura, la vecina del tercero.
!Tan bella doña Laura! La vi el viernes pasado y vino en mi encuentro con un tarro de miel para regalarme. Me comentó orgullosa que no era cualquier miel. Esa era especial, porque venía de la finca de su hijo Felipe. Y era miel pura, sin ningún tipo de aditivo. Es cierto que estaba deliciosa… Tan rica como la publicidad que doña Laura le hacía. Definitivamente si en algo “pecamos” las madres, es en el arte de alardear y celebrar los logros de nuestros hijos.
Y bueno como hablar de mi tarde mágica sin contarles hasta el más mínimo detalle. A medida que pasa el tiempo he descubierto que cada minucia por más pequeña que parezca, es pieza clave de este maravilloso viaje al que llamamos vida.
Decía que estaba sentada sobre el sofá con los pies bien enroscados. Miraba por la ventana al mismo tiempo que le daba algunos sorbos al té. Que por cierto, no hay nada como una buena taza de té en la tarde, no por nada dicen las abuelas que un tecito aliviana las penas y quita los males del cuerpo y del alma. A mí por ejemplo, me reconfortó tanto, que logró espantar el ruido y los fantasmas que viven en mi mente. Y sin darme cuenta, ya estaba instalada en primera clase con destino al mundo de los recuerdos.
De pronto me encontraba frente a una puerta que se me hacía conocida, pero de buenas a primeras no lograba descifrar a qué lugar pertenecía. La abrí y al entrar di un gran salto al escuchar un chillido, era un patito de hule de esos que al presionarlos suenan. Los fieles asistentes de toda mamá que desea darle un divertido y plácido baño a su pequeño.
Me agaché para juntarlo y de inmediato vino a mi mente la risa de mi hija menor. Ese patito era parte de su ritual de baño de espuma y carcajadas antes de dormir. Me dejé llevar y pude sentir el aroma de bebé, sus pequeñas manitas sujetándose de mis brazos, la calidez del agua y la gloria de aquellas primeras risas…
Finalmente lo puse dentro de una caja de cartón que estaba sobre una mesa, y seguí caminando. Tenía curiosidad por descubrir aquel lugar que parecía guardar grandes tesoros. A mi lado derecho sobre un escritorio viejo, había un objeto muy familiar, era mi jirafa, mi jirafita. La pobre estaba tan empolvada que apenas si se veían sus colores. La tomé y la sacudí, le di unas cuantas palmaditas para desempolvarla y de inmediato se me escapó una sonrisa.
Esa jirafa en realidad era yo. Mi madre había tejido dos jirafas durante su embarazo: la jirafa mamá y la jirafa hija. Durante los primeros años de mi infancia jugué con ambas a diario y cada vez que mi mamá las veía, me comentaba orgullosa que ella las había hecho para mí. Yo aprovechaba para pedirle que me hiciera otros peluches, y ella complaciente siempre terminaba prometiendo confeccionarme un conejo y una coneja de trapo. Han pasado treinta y siete años y los conejos aun no llegan. Qué bueno que no pedí tortugas…
Mirando a detalle la jirafa pensé: “Mi madre tiene magia en sus manos”. Y entonces me permití recordar su voz, sus consejos y claro cómo olvidar sus regaños que estaban llenos de verdad y sabiduría, pero sobre todo de amor. Aquellos días dulces y amenos a su lado, sus comidas, sus postres, sus besos y abrazos. De niña fui muy apegada a mi madre. Era y es mi heroína. La veía como una hormiguita, siempre trabajando desde muy temprano y hasta muy tarde cada noche. Durante la adolescencia, creo que me alejé un poco. La vida en ese momento te empuja a buscar otros caminos para empezar a existir. Es ahí donde nace esa necesidad de imponer nuestros gustos y deseos por encima de todo, incluido el amor. Y como consecuencia la relación madre e hija cambió por un instante, aunque estoy segura de que para mi madre fue una eternidad. Lo importante es que el amor siguió intacto…
Devolví la jirafa a su lugar e intenté echar un vistazo para ver si por ahí estaba la otra, la grande, la que representaba a mi madre. Pero no la encontré. Moviendo esto y aquello como quién busca a ciegas, mis dedos tropezaron con la lupa de mi padre. En seguida sentí un pellizco en el alma y como por arte de magia ahí estaba él, sentado en el sofá, con el periódico abierto. En su mano derecha tenía la lupa que le permitía ver las letras más pequeñas. De vez en cuando tomaba el bolígrafo que solía llevar en la bolsa de su camisa. El mismo que mi madre le había dicho miles de veces que no pusiera ahí porque si la tinta se salía mancharía la camisa. Y con bolígrafo en mano, marcaba lo que las noticias que llamaban su atención y hacía algunas anotaciones.
Mi padre era un hombre increíble, sabio e inteligente. Si la inteligencia necesitara espacio dentro del cerebro, creo que mi padre hubiera tenido la cabeza del tamaño de una montaña. Él sabía resolver cualquier problema matemático, hablaba varios idiomas, tenía una biblioteca en su mente donde podías escoger el tema y pasar horas hablando de ello. Pero más allá de eso, mi padre era un artista innato con el talento para crear máquinas impresionantes. Hoy daría tanto por tener uno de esos periódicos en mis manos y revisarlo a detalle. Y si tuviera la maravillosa posibilidad de tronar los dedos y escoger un deseo, sin duda volvería a esos tiempos donde cabía entre sus brazos y podía sentarme sobre sus piernas.
Me dejé abrazar por la nostalgia, devolví la lupa a su lugar y esta vez se me escapó un suspiro, que escondía con gran esfuerzo uno de mis más grandes deseos: volver a coincidir aunque fuera tan solo un instante con mi viejo.
Me dirigí hacia la puerta golpeada por aquel recuerdo. Lo mejor era salir de aquella habitación donde cada objeto por más simple que fuera, parecía cobrar vida. En el fondo tenía miedo de toparme con algún doloroso recuerdo. Cuando estaba a punto de llegar a la salida, la manija de la puerta giró. Me quedé inmóvil, esperando atenta. De pronto entró una niña que podría tener unos ocho años, se acercó y me abrazó. Y con su cabeza recostada a mi pecho, levantó su rostro para mirarme, tal cual como la primera vez que nos vimos.
Ojos chinitos y brillantes llenos de inocencia, pestañas de premio, largas y rizadas. Labios y mejillas rosadas. Y el aroma inconfundible a milagro, a carne de mi carne y sangre de mi sangre, a vida.
—¿Mamá? —dijo fuerte y como si me hubiera caído de un quinto piso, llegué al sofá. Seguía sosteniendo la taza de té ya vacía entre mis manos. Y frente a mí estaba una hermosa quinceañera, de ojitos achinados y mejillas rosadas. Me hablaba del colegio al mismo tiempo que se quitaba el bolso y ponía las llaves en su lugar. Algo dijo, tenía hambre, creo y se dirigió a la cocina, siempre hablando. Yo, para ser honesta apenas escuchaba como una palabra perseguía la otra y respondía con un esporádico pero eficiente: ¿Ah sí? Mientras en silencio reflexionaba y reorganizaba mis ideas y sobre todo mis sentimientos.
!Vaya tarde! Inolvidable… No sé si fue el té de menta el culpable, la miel, el clima, el silencio, o un mágico genio. Incluso pudo ser obra del aburrimiento, ese señor que hace años no me visita. Cansado de rogarme y de esperar sin éxito que yo le regale unos minutos, decidió ir a aburrir a alguien más, pero nadie asegura que no haya vuelto a intentar.
Lo cierto es que aquella tarde fue la mejor en muchos años. Al final no estaba tan sola, estaba más acompañada que nunca. Rodeada de amor, de amor del bueno. Viví unos minutos cargados de emociones, tuve el privilegio de compartir con cada una de esas personitas que me llenan el alma y que alimentan mi ser. Los pilares de mi vida y los únicos que siempre están, en las buenas y en las malas.
No puedo despedirme sin concluir con este sabio refrán: “Recordar es vivir”.
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